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Briseida, la brisa sobre el agua

Briseida. Capítulo I

Era espectacular. Llevaba ya un buen rato subida en el eolovector, y aun así no podía dejar de mirarlo. Su diseño la fascinaba, como todas las invenciones de los áureos. A sus ojos, aquel artefacto parecía un gigantesco cajón suspendido en el aire, ascendiendo lentamente desde Villagris hasta Helios, transportando a los trabajadores gríseos dos veces al día

Se inclinó hacia la ventana. Las casas de su aldea se habían vuelto diminutas, como manchas en un tapiz que poco a poco se deshilachaba. El vértigo la atravesó de golpe y, por un instante, pensó que el mundo entero podía desdibujarse allí abajo y desaparecer bajo las nubes. Contuvo el aliento, apretó con fuerza la barandilla de hierro y sonrió sin querer: miedo y emoción se mezclaban en su pecho.

Cuando la máquina se detuvo, una masa de gente la empujó hacia la salida. El aire era distinto, más ligero y con un olor metálico. En aquella ciudad se respiraba humo y oro. Todos se apresuraban a ocupar su lugar en Helios, y a ella la esperaban en el palacio real… junto con un millón de posibilidades.

Los nervios le recorrían el cuerpo, tan fuertes que apenas podía disfrutar de la belleza que la rodeaba. Era la primera vez que salía de su pueblo y cada detalle la golpeaba con fuerza: las calles bulliciosas repletas de mercaderes, los pregones que competían entre sí, las telas colgando de los balcones con colores más vivos de los que jamás había visto. El lujo parecía palpitar en cada piedra y, sin darse cuenta, Briseida se sintió diminuta, como si sus zapatos embarrados de Villagris chirriaran contra el suelo pulido de la capital.

Se alisó el cabello rubio, intentó aplacar con las manos el temblor de su falda arrugada y respiró hondo antes de acercarse a la puerta del imponente edificio.

—¡Alto! ¿Quién va? —la voz del guardia retumbó como un trueno, y Briseida dio un respingo.

—So… soy Briseida. Me espera Amarine, el ama de llaves. —Las palabras apenas le salieron como un susurro.

El soldado la recorrió de arriba abajo con la mirada, frunció el ceño y luego le indicó que lo siguiera. Atravesaron un sinfín de pasillos y estancias que parecían interminables. El suelo brillaba como el agua de un estanque, y las paredes estaban cubiertas de tapices que narraban batallas y victorias. Briseida apenas se atrevía a parpadear: temía perderse algo, y al mismo tiempo intuía que no recordaría nunca el camino de vuelta.

Llegaron finalmente a lo que parecía ser la cocina. El bullicio allí era ensordecedor: ollas hirviendo, platos apilados, cuchillos chocando, voces que se cruzaban en órdenes y discusiones. El aire estaba impregnado de especias que Briseida jamás había olido y que le hicieron cosquillas en la nariz.

Una mujer sobresalía sobre todos los demás, moviendo los brazos como si dirigiera la orquesta de aquel caos.

—¿Quién eres tú? —el vozarrón de la mujer la sacudió como un golpe seco.

—Soy Briseida, hija de Tully, de Villagris. Vengo a trabajar bajo las órdenes de Amarine. —Intentó que su voz no delatara los nervios que sentía por dentro.

—Muy bien, Briseida, hija de Tully, de Villagris. Acompáñame. Yo soy a quien buscas. —Y la mujer salió de la cocina con paso decidido.

Briseida dio un saltito para alcanzarla, su mente aturdida aún no podía creer que estuviera allí, en el corazón del palacio.

La chica andaba tan deprisa como le permitían sus pequeños pies tras el ama de llaves. Otro sinfín de pasillos desfiló ante sus ojos, cada vez más lujosos, con adornos que se volvían más elegantes a cada giro.  ¡Jamás recordaría el camino; era imposible!

—Llegamos. —Amarine se detuvo con la misma brusquedad con la que había salido de la cocina—. Te encargarás de la limpieza de la zona real. Aquí están los aposentos de sus majestades. —La mujer la miraba con un brillo inquisitivo en los ojos.

—Sí. —Briseida bajó la mirada mientras asentía.

—Recuerda algunas cosas: nunca hables si no te preguntan, no los mires a los ojos, abandona la habitación en cuanto entren. Y lo que rompas… se te descontará del sueldo. ¿Entendido? —Le alargó un plumero sin esperar respuesta—. Pues empieza.

Y, sin más, desapareció por uno de aquellos pasillos interminables.

Briseida se sentía perdida. No tenía muy claro por dónde empezar. Las telas que colgaban de las ventanas dejaban pasar una luz cálida que bañaba la habitación de un resplandor casi irreal. Era preciosa: la enorme cama con dosel refulgía con adornos dorados, los muebles delicados y perfectos se alzaban coronados por jarrones repletos de flores frescas y fruslerías de todos los colores.

Se acercó a lo que parecía ser una cómoda y vio su reflejo en el espejo. Durante un instante se sorprendió al encontrarse allí, reflejada entre tanto esplendor. Su piel clara parecía aún más blanca bajo la luz dorada de la estancia, y sus pecas —esas que en Villagris siempre le parecían un estorbo— ahora resaltaban como diminutas constelaciones. Nunca se había visto hermosa, pero tampoco fea; más bien… distinta. Como si no encajara en ningún sitio, ni en la aldea ni, desde luego, en aquel palacio.

Sus ojos olvidaron su rostro pálido y se clavaron en el bellísimo jarrón que había detrás de ella. Hipnotizada, se giró para admirarlo. Inspiró el aroma fresco de las rosas blancas y, sin pensarlo, alargó su mano para acariciar uno de los pétalos. ¡Eran tan bellas!

—¿Quién eres? ¿Qué haces en mis aposentos?

Un relámpago recorrió su cuerpo hasta la punta de sus dedos. El jarrón estalló en mil pedazos y la realidad la golpeó de lleno. Era su primer día y ya había roto una de aquellas delicadas joyas.

—Perdón… Me llamo Briseida, hija de Tully de Villagris. Soy la nueva camarera. —Alzó la vista y se encontró con el semblante más bello que jamás había visto.

Los segundos que siguieron le parecieron eternos. Al apartar la mirada, sus ojos se detuvieron en las rosas desparramadas sobre la alfombra junto a los pedazos de porcelana. ¿Qué había pasado?

—Perdóneme, señor. Enseguida lo recojo todo. —Seguro que la despedían. Se arrodilló, con el rostro contraído y una lágrima rodando por su mejilla. Ese trabajo era lo único que tenía. Sin sueldo no podría enviar dinero a Villagris, y su familia lo necesitaba.

—No te preocupes. Hay muchos más en el palacio. Levántate y déjame mirarte.

—No… no puedo. Debo recogerlo todo y notificárselo a Amarine. —Las palabras salieron entrecortadas por el llanto.

—He dicho que te levantes. Aquí soy yo el que da las órdenes. —La voz del joven retumbó como un rugido.

Briseida se incorporó de golpe. El llanto era ya incontrolable. Bajó la mirada: no quería ver el reproche en los ojos de él.

—Acércate.

Briseida se quedó inmóvil, con las lágrimas todavía empañándole la vista.

—No… no debería —susurró—. Si alguien nos ve… perderé mi trabajo.

Él arqueó una ceja, sin apartar de ella unos ojos que parecían atravesarla.

—Te he dicho que te acerques. Aquí mando yo.

El tono no admitía réplica. Antes de que pudiera protestar otra vez, la tomó de la mano y la atrajo hacia sí con un gesto seguro. Briseida tropezó un poco, el corazón desbocado, y cuando quiso apartarse ya la estaba conduciendo a girar, como si danzaran al compás de una música que solo él escuchaba.

El contacto de su piel era un incendio. Briseida intentó recordar el jarrón roto, a Amarine, el miedo a perder el único sueldo que podía ayudar a su familia… pero las palabras se deshicieron en su garganta.

Todo lo demás se esfumó: el trabajo, el miedo, el jarrón roto. Solo existían él y ella, girando en aquel instante suspendido. Briseida levantó la cabeza lentamente hasta encontrarse con sus ojos. Tan intensos, tan peligrosos. Sus labios estaban demasiado cerca, y la duda la taladró: ¿qué se sentiría al ser besada por él?

El joven se inclinó, deteniendo el giro. El aire se había vuelto más denso. La nariz de Briseida rozó la de él, y por un instante creyó que su corazón iba a estallar. Y justo entonces, la angustia la atravesó como un cuchillo: si alguien los descubría, ¡estaba perdida! Un simple beso podía costarle el trabajo, y sin ese trabajo no tendría nada que enviar a su madre.

—Tendrá que servir… —murmuró él de repente.

Y, tras esas palabras, la atrajo hacia su cuerpo y con una delicadeza sublime rozó sus labios con un beso.

El tiempo se detuvo. Al principio fue un roce apenas perceptible, pero bastó para encender algo dentro de ella. Briseida cerró los ojos y se dejó arrastrar: el calor de su boca, la firmeza de su abrazo, el vértigo de estar cayendo sin remedio. Sintió que su cuerpo entero temblaba y que cada caricia despertaba una corriente eléctrica dormida, que nacía en su corazón y se extendía hasta las puntas de sus dedos.

El miedo la apretó por dentro. Si seguía allí, podía perderlo todo. En su torpeza por apartarse, sus dedos se clavaron con fuerza en sus brazos. Su mente quería huir… pero algo dentro de ella se negaba a soltarlo.

—¡Ay! —él se llevó la mano al pecho con una sonrisa torcida—. Arañas como una gata grísea.

Toc, toc.

Briseida se apartó de inmediato, con el rostro encendido y los labios temblando. El corazón le martilleaba tan fuerte que temía que lo escucharan desde el pasillo.

—Querido, ¿estás visible? —la voz femenina se coló en la habitación, firme como una orden.

El joven la empujó con brusquedad. Briseida bajó la cabeza al instante, recordando las advertencias de Amarine: jamás mirar a los ojos a la realeza.

—Flagrantio, ¿qué ocurre aquí? ¿Quién es esta criada? ¿Por qué está en tus aposentos junto a ti? —la voz sonaba enfurecida.

—No pasa nada, madre. He roto el jarrón de la cómoda y he llamado a una sirvienta para que lo recogiera. No montes un drama, por favor. —Su tono era ligero, casi despreocupado, pero sus ojos tenían un brillo eléctrico.

La muchacha quiso agradecerle, pero se obligó a permanecer en silencio. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, como si cualquier susurro pudiera sellar su destino.

—Muy bien, querido. Pero… —La voz se acercaba, implacable. —¿Qué tenemos aquí? Briseida solo alcanzaba a ver el borde del vestido de la mujer.

—¿Cómo te llamas, muchacha?

—Soy Briseida, hija de Tully, de Villagris.

—Levanta la cabeza para que pueda verte mejor.

Un dedo enguantado le sujetó la barbilla, obligándola a alzar el rostro. El contacto era tan frío y distante que Briseida contuvo la respiración.

—Umm… bien. Voy a presentarme. Soy Su Alteza Real Flamitia, de la casa Flavia, del gremio de los Ignos y soberana de las Tierras Áureas. Veo que eres la nueva criada. ¿Te ha asignado Amarine a esta zona del palacio?

—Sí, majestad. —La voz de Briseida apenas fue un murmullo. Quería desaparecer, hundirse bajo las baldosas.

La reina la observó en silencio, como si midiera cada detalle de su rareza. La duda se le dibujó un instante en el gesto, hasta que el brillo calculador de sus ojos lo disipó.

—Eres un animal extraño, pero muy bello. —Guardó silencio un instante, evaluándola. — Deberías ser asignada como mi doncella personal. ¡Está decidido! Hablaré con el ama de llaves.

Y, sin más, desapareció de la habitación, dejando tras de sí un silencio cargado de miedo.

Continuará…

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